¿Por qué eres feliz? Porque estoy vivo.

En un pequeño colegio perdido en un poblado de Kenia.

Según la parte del mundo en la que vivas, las culturas cambian, la forma de vivir, los valores, las expectativas de vida. Todo. Eso ya lo sabía yo antes de llegar a este pequeño colegio perdido en un poblado de Kenia.

Parece increíble que un adolescente de 17 años, en una actividad de emociones, frente a 30 compañeros más y 4 españolas desconocidas conteste semejante respuesta a una pregunta tan normal y cotidiana.

–»Porque estoy vivo». Joder. Es fuerte, eh. Pero no fue la única, también escuche otras como “por poder venir a la escuela”, “por tener buena salud” o “por tener a mis padres vivos”.

Si esto impacta, esperad a escuchar el resto.

Tras la pregunta anterior, esperábamos respuestas que nos hicieran reír, que crearan un clima positivo y, para ellos quizá lo fue, pero no para unas blancas occidentales y procedentes de un mundo superficial que no repara en agradecer este tipo de cosas.

Tras trabajar la expresión de sentimientos, lo que descubrimos en esas aulas era más duro de lo que esperábamos. Tenían miedo de volver a casa. ¿Te das cuenta? ¿Quién tiene miedo de volver a casa? Yo creía tener miedo de volver a casa cuando mi madre estaba enfadada por no ordenar las noventa cosas inútiles que tengo en el cuarto o cuando suspendía matemáticas. Pero nunca imaginé que en otro país, no tan lejano, en un pequeño colegio perdido en un poblado de Kenia, hay otra chica con mi edad que tiene miedo de volver a casa por si es violada, pegada o, simplemente, despreciada.

Además pensaba que comer entre 3 y 5 veces al día era lo normal, que todo el mundo podía introducir en su dieta carne, pescado, verduras, pasta, etc. Y que el niño desnutrido que veíamos en la tele andando 3 km para ir a por agua, era cosa del pasado o de las organizaciones que te quieren sacar dinero. O quizás nunca le presté la atención suficiente a esas imágenes. Total, si deslizaba la vista unos centímetros por debajo del televisor de pantalla plana, iba a encontrar mi pizza de peperoni y extra de queso. Mucho queso. ¡A quién le importaba lo de arriba, que empiece el futbol ya!

También creía que vivir en una residencia era siempre súper guay, sin saber que en un pequeño colegio, perdido en un poblado de Kenia, había una casa con diez letrinas, 10 cubos para agua y una habitación donde vivían 100 niñas con un baúl compartido por litera para objetos personales. Y que era, también, una residencia. Pero no tan guay.

Un día, estaba a las afueras de colegio, sentada hablando con una compañera mía y una niña de aproximadamente 9 años. Quizás 10. Un hombre (claramente drogado y en pésimas condiciones) se acercó a nosotras. Parecía conocer a la niña. Ella (sentada entre nosotras) se agarró a nuestros brazos y escondió su cabeza. No era capaz de mirar a ese hombre. El hombre se agachó y, tras intentar hablar con ella y fracasar en el intento, comenzó a tocarle la pierna. La niña comenzó a llorar. Temblaba y lloraba. Ella estaba histérica y a mi se me iba a salir el corazón del pecho. Mi compañera y yo intentamos que el hombre se fuera, pero era realmente insistente. No paraba de tocar a la niña y de hablarle muy cerca. Demasiado cerca. Yo no sabía muy bien que hacer. Jamás había vivido nada parecido. Me sentí impotente. Si me encaraba al hombre, seguramente me metería en problemas serios y me sentí demasiado desprotegida como para hacerlo. Pero, bajo ningún concepto iba a dejar a la niña allí sola con ese miserable. Así que nos quedamos allí, con ella, abrazándola. Abrazándola tan fuerte como podíamos. Dándole todo el cariño que teníamos. El hombre terminó por irse. Por fin. ¿Qué había vivido esta niña? Solo podía pensar en eso mientras la intentaba consolar. ¿Qué te han hecho, pequeña?.

Fueron los 20 minutos más largos de mi vida. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Sentí tanto, tanto, el pánico que esa niña tenía con la presencia de ese hombre, que os juro que mi alma se rompió. Pero no se rompió como cuando te deja tu novio o ves algo triste en la televisión. Joder. Se rompió de verdad.

Como quizás puede notarse en lo que acabo de contar, los niños, para mi, son seres maravillosos, a todos los quiero cuidar y proteger. ¡¿Y qué guapos son, verdad?! Veo a todos lindos, pero nunca imaginé que el niño más bonito que he visto y veré jamás iba a estar tan sucio, tener Tiña y que le iban a rodear cuatro o cinco moscas alrededor de su ropa. Pero así es. Se llama Kioko, tiene 4 años y sólo puedo decir que tiene unos ojos que encierran toda la belleza del mundo.

Estuve un mes y podría escribir páginas y páginas de momentos inolvidables (buenos y malos) que me llevo de ese lugar. De hecho, ahora mismo, tengo lágrimas por toda la cara y un nudo en el pecho que me está asfixiando. Me gustaría contar tanto…

Pero puedo resumir todo diciendo que Kenia me ha cambiado la vida. Quizás nunca vuelva allí, pero sé que mi vida queda, para siempre, a merced de los demás y que pondré, allá donde vaya, mi granito de arena para hacer de este un mundo más real, más feliz. Porque para mi, desde este verano, cada sonrisa cuenta.

Así que quiero agradecer a ese pequeño colegio perdido en un poblado de Kenia, por hacerme más persona. Más humana.

Marta Alvarez De Cienfuegos Rojas

 

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