JUSTICIA, por Irene de Haro.

Eres un ser humano. Naces en un lugar. Naces con un sexo. Con un color de piel. Tus padres pertenecen a un determinado status. Así, de partida, podemos aventurar una serie de líneas generales que presumiblemente marcarán el modo en que evolucionará tu vida. Es el “pack de bienvenida” que marcará toda tu existencia.

Vas creciendo sin una noción clara de este determinismo. Juegas como niño. Saltas como niño. Te pegas con otros niños, como niño que eres. Y ya está. Y así, un día te meten en la escuela y el sistema, va modelándote. Tú vas dando respuestas a los estímulos. Estudias unas cosas, aprendes otras. Sientes amor y miedo. Haces múltiples asociaciones mentales que te permiten mencionar tu mundo de un modo concreto, y no de otro. Y cuando quieres acordar, ahí estás tú. Lo que tú eres. Lo que tú has llegado a ser. Crees haberlo escogido, crees haber ido recorriendo etapas que te han conducido hasta allí. No te has sentido abocado, porque en tu imagen mental de lo que es la vida, de verdad crees que siquiera algo de lo que te ha sucedido ha sido decisión tuya, propia, intransferible a los demás.

En mi infancia, una de las preguntas más perturbadoras que yo más a menudo me hacía era: ¿y si yo hubiera nacido en otro sitio? ¿Y si yo hubiera sido hombre? ¿O negra? ¿Y si yo no hubiera tenido hermanos, o hubiera tenido cinco más? Y ahí mi película consistía en la creación mental de mundos paralelos donde yo era cada una de esas cosas. Pronto me di cuenta de qué opciones eran mejores. Y cuáles eran peores. Y había algunas que eran tan brutalmente aborrecibles, que dejé de jugar a este juego de identidades en el que salirse de un estrecho margen de características, comportaba no solo vivir peor, sino ser inferior.

Para terminar de generar mi comprensión de la casualidad que es nuestro modo de existir, cuando miraba la tele, mis ojos no daban crédito a la forma en que se desarrollaban algunas vidas. Porque yo presenciaba en lo remoto de mi casa cómo en Perú niños como yo habían muerto aplastados en un terremoto. O cómo en Etiopía, niños como yo, de mi misma edad, figuraban varios años menos, extenuados por una palabra que yo aún no sé qué significa: el hambre. Yo miraba con mucha fijeza, y preguntaba a mis mayores, que acuciados por mi propia angustia cambiaban de canal, mientras yo llegaba a mis propias conclusiones sobre la existencia de Dios, sobre qué valor tiene la vida y algunas cosillas más que omito.

También miraba figuras que llegaron a ser muy queridas para mí, porque yo las identificaba con el bien. Hombres y mujeres (los héroes que enhebraba en mi cabeza) que allí estaban. Arremangados. Haciendo “algo”.

Supongo que el modo en que está determinada nuestra vida desde nuestro nacimiento también nos dota en este mundo occidental de una progresiva ceguera. Creo que cuando éramos pequeños, veíamos mucho. Creo que los niños tienen muy claro lo que está bien y lo que está mal, y saben hacia dónde hay que ir para tender una mano. Creo que poco a poco nuestros ojos crean costra. Ni siquiera porque miremos hacia nosotros mismos. No miramos hacia ningún sitio. No miramos. No vemos. La nuestra es nuestra realidad. Y es ciega. Y se cierra en luces y sombras de plástico y tecnología. Millonarios en recursos y con el alma estragada.

Algunas cosas nos hacen regresar a la realidad . A la verdad y a la justicia. La labor de personas buenas y comprometidas, funciona como una gota de agua que quita la sed, pero más aún, funciona como una correa de transmisión que nos sitúa y nos muestra hacia dónde mirar en la oscuridad sorda de nuestro mundo hiperacolchado. Os propongo mirar hacia Nepal. Os propongo mirar en su montaña. Os propongo descubrir su gente humilde, su gente alegre y rota, esa gente que nació allí, con su sexo, con su color de piel, con su raza, y que en su pack de vida no encontró salvoconducto alguno para mejorar. Y os propongo, por qué no, que nos involucremos en esas existencias. Que aparezcamos en ese pack, y que en este juego de casualidades que se llama vida, no lo deis todo por hecho y os planteéis si queréis suavizar algunas miserias que nos quedan tan lejos y que intentamos no mirar porque nos horrorizan.

La Asociación Antonio Vélez lucha por prevenir el tráfico de niños y niñas, reducir la explotación laboral infantil y disminuir el analfabetismo.

Os invito a que no cerremos los ojos y consideremos qué podemos hacer desde vuestra afortunada vida por aquellos cuya fortuna fue tan diferente.

Irene De Haro

 

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